Hacía 21 años que no volvía a isla Barú. Por ese entonces era una joven universitaria que vivía en un pueblo del Caribe con mis padres y hermanas. Solíamos ir a acampar a isla Barú por dos o tres días con un grupo de amigos, vecinos y conocidos. Haber descubierto este soñado lugar a las orillas del mar Caribe, con las playas vírgenes y el mar trasparente como el cristal, era fantástico. Aún recuerdo mi primera visita a Playa Blanca ( es el nombre de este hermoso lugar); solíamos contratar un bus que salía de Baranoa muy temprano en la mañana, llegaba a Cartagena y luego buscábamos la ruta hacia Pasacaballos, un pueblo pequeño a orillas del Canal del Dique, desde donde debíamos desembarcar, para poder cruzar el canal en un ferry. Luego subíamos nuevamente al bus, y atravesábamos una pequeña comunidad afrodescendiente: Santa Ana. Antes de aproximarnos en el bus, ya se lograba divisar a lo lejos, algunos niños de esta comunidad, descalzos corriendo hacia la vía para presentar un acto. Un acto que solo un inocente puede representar, un inocente de menos de 5 años, que sufre de hambre, pobreza y abandono. Todos estos niños bailaban a la orilla de la vía, sin música ni tambores, pero con una cadencia propia de sus orígenes caribeño y africano que corre por la sangre y que se hace notar. Y todo esto para que le regaláramos comida, ropa y todas las provisiones que comprábamos con tiempo de antelación a nuestra llegada a la playa. Aún mi mente recuerda, sus pequeños cuerpos contorneándose al son de una música de olvido. Sus manos, sus rostros y sus pequeños ojos, enseñándonos algo a todos los del bus: que las injusticias están por doquier y pueden mostrase en el rostro mas inocente. Aún y en mis recuerdos, me observo inmóvil, muda, intentando contener el llanto.
Mas tarde, en playa Blanca, levantábamos el campamento, nos bañábamos en el mar, disfrutábamos de chistes alrededor de una fogata, comíamos la comida preparada por los lugareños y reíamos a causa de la levedad que muchas veces nos invade, como mecanismo de supervivencia por la impotencia y frustración ante las injusticias sociales.
Pasaron 21 años de mi regreso a playa Blanca. Volví con el que es hoy mi esposo. Quería mostrarle ese hermoso lugar a orillas del Caribe, lleno de palmeras, arena blanca y agua cristalina. También deseaba tomar algunas fotos. La experiencia esta vez fue completamente diferente.
A nuestro paso por Santa Ana, el panorama había cambiado. La vía polvorienta, atestada de niños danzantes quedó en el pasado. El lugar ahora era un pueblo en donde la miseria ya no danzaba mas. Por lo menos, esa fue la primera impresión esta vez. Estructuralmente todo era diferente. La carretera, las casas, el comercio y el ambiente.
Cerca de la playa, nos recibieron varios jóvenes lugareños, ofreciéndonos los servicios de alimentación y turismo, casi que de manera acosadora. Les miraba los rostros, como tratando de encontrar algún recuerdo, tal vez estos jóvenes fueron esos niños de pies polvorientos. Luego mi esposo y yo notamos que habíamos olvidado empacar una toalla por lo que decidimos comprar una que nos costó un dineral. Bajamos a la playa de la loma donde se encontraba el parqueadero. Un camino de locales de ventas fueron la calle de honor para entrar al lugar. La playa estaba atestada de carpas, restaurantes y gente. Casi no podíamos caminar, y no lograba ver el mar. Uno de los lugareños nos llevó a un sitio donde podíamos pedir el almuerzo y arrendar una carpa. Debo confesar que sentí un enojo muy grande cuando nos dijeron el precio de ambas cosas. Nos pareció descabellado. Luego pasó un sujeto ofreciendo unas ostras; se acercó a nosotros con el pretexto que mi esposo parecía extranjero. No sé de donde habría sacado tal conclusión, ya que mi esposo tiene marcada en la cara la palabra soy cachaco y colombiano.
Mi esposo casi con desconfianza aceptó una. Entonces el vendedor comenzó a destapar, una tras otras, varias ostras y mi esposo a recibirle; yo probé una, reconociendo que estaban deliciosas. Nos comimos unas 10 o 15 ostras entre los dos, luego pedimos el preció. Casi nos fuimos de para atrás cuando el sujeto nos dió el valor que debíamos pagarle. Intentamos con enojo, negociar un valor menos alto, pero notamos su inconformidad. Finalmente, entre malas caras y molestia pagamos la mitad del precio inicial. Pasó otro sujeto vendiendo coco loco pero el valor de la bebida me ahuyentó. Después de eso, decidimos marcharnos del lugar, ofendidos y frustrados. Nuestra visita a la isla fue de dos horas infructuosas. Decidimos volver a Cartagena y quedarnos el resto de la tarde en el centro histórico.
De regreso, los dos estábamos pensativos. Mis pensamientos pasaban de un lado a otro, entre recuerdos de niños de ojitos tristes y pies danzantes y las ostras caribeñas mas caras del mundo. Entre el dolor de la pobreza y las ventajas del trabajo independiente.
Deseaba con todas mis fuerzas, que todos esos negociantes, antiguos pies danzantes, fueran los dueños del servicio que ellos mismos estaban ofreciendo. Deseaba que pudieran organizarse mejor, ofreciendo un servicio mas ameno al turista, menos agresivo y con precios justos. Deseaba que pudiesen conocer mas de las estrategias de negocios en los mercados turísticos. Pensaba en un sin fin de ideas occidentales progresistas que a lo mejor ya conocían pero que habían ignorado.
Le dije a mi esposo que no volvería pero agradecí no haber encontrado la misma miseria retratada en los niños danzantes de ojitos tristes. Y pensé que tal vez el actuar de estos lugareños en cuanto a los negocios sea algo cultural o tal vez no. Tal vez sea el vestigio del sufrimiento de tiempos pasados y aquello que les hemos arrancado a través de los siglos y que aún les debemos.
Playa Blanca (Isla Barú) ya no es la misma, todo ha cambiado, así como todo en este mundo cambia. Y no será la misma en 20 años más, porque estamos en constante evolución, porque cambian las costumbres, el pensamiento y la vida misma. Tal vez no vuelva, no lo sé, o tal vez sí.
Adri Martínez.
Fotografía: H Bustos
Fotografía: H Bustos